sábado, 31 de octubre de 2015

Jubileo de la Misericordia


 
Durante ese Año santo, el Santuario de Lourdes, lugar jubilar, invitará a todos a vivir la peregrinación de la Misericordia.

 El papa Francisco ha anunciado, el pasado mes de marzo, un jubileo extraordinario de la Misericordia que tendrá lugar del 8 de diciembre de 2015 al 20 de noviembre del 2016: “La misericordia es la palabra que sintetiza el Evangelio, podríamos decir que es el “rostro” de Cristo, el rostro que mostraba cuando salía al encuentro de todos  y sobre todo cuando, clavado en la cruz, perdonó: ahí tenemos el rostro de la misericordia divina. El Señor los llama a ser «canales» de este amor en primer lugar con los últimos, con los más pobres, que son los privilegiados ante sus ojos. Déjense interpelar continuamente por las situaciones de fragilidad y de pobreza con las que entren en contacto, y traten de ofrecer de manera adecuada el testimonio de caridad que el Espíritu va infundiendo en sus corazones (Cf. Rm 5,5).




LAS INDULGENCIAS EN EL JUBILEO DE LA MISERICORDIA
Durante el Jubileo de la Misericordia convocado por el Papa Francisco, todos los fieles pueden obtener, en Lourdes, la indulgencia plenaria aplicable a sí mismos o a las almas de los difuntos, solamente una vez al día. “La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados, en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia” (Catecismo de la Iglesia Católica, n° 1471). Sin embargo, parece difícil entender esta realidad, ya que se riere a varios elementos complejos de la fe cristiana: el sacramento de la reconciliación, la reparación de los pecados, la comunión de los santos, el purgatorio y la mediación de la Iglesia. De ahí la necesidad de explicar también estos elementos.
 
1. Perdón y reparación
La indulgencia es distinta del perdón de los pecados que es dado por Dios en el sacramento de la confesión al que se arrepiente sinceramente de sus pecados. El perdón repara la relación entre Dios y el hombre, destruida o dañada por el pecado. Pero el pecado no daña solamente esta relación, tiene también otras consecuencias, como romper la armonía entre los hombres, entre el hombre y la creación e incluso la integridad misma del hombre. Contrariamente a lo que se suele pensar, el perdón dado en la confesión no repara todas las consecuencias del pecado. Esas consecuencias, llamadas penas temporales, solo se restauran por la misericordia de Dios que el hombre acoge y a la que coopera con obras de caridad, de misericordia, de penitencia y de oración (cf. Ef 4, 24 y CIC, n° 1472).
 
2. ¿Cómo reparar?
El primer medio que se nos da para reparar es la penitencia propuesta durante la confesión. Esta contribuye no al perdón de los pecados (sólo la confesión sincera y la absolución recibida son necesarias para ser perdonados) sino a la reparación de las consecuencias. Como todo penitente puede experimentar, hay muy a menudo una desproporción entre la penitencia propuesta y las consecuencias debidas a nuestro pecado. Esta penitencia repara tan solo parcialmente las penas debidas por el pecado.
El segundo medio consiste en todas las obras de caridad y de misericordia, en todas nuestras oraciones, todas las pruebas y todos los actos por los cuales podemos unirnos a Cristo.
 
El tercer medio de reparar son las indulgencias. En virtud de la comunión de los santos, es decir por la misma y única caridad que vincula a todos los que están unidos a Cristo por la fe, existe un intercambio de bienes “que no es una suma de bienes, como lo son las riquezas materiales acumuladas a lo largo de los siglos, sino que es el valor infinito e inagotable que tienen ante Dios las expiaciones y los méritos de nuestro Señor Jesucristo, ofrecidos para que la humanidad sea librada del pecado y llegue a la comunión con el Padre. Es en Cristo, nuestro Redentor, donde se encuentran en abundancia las satisfacciones y méritos de su redención (cf. He 7,23-25 9,11-28)” (CIC, n° 1476). La Iglesia, por medio de las indulgencias, se vale de ese tesoro para aplicarlo a quienes quieran sacar provecho de él. Pero como es parte del proyecto de Dios que el hombre coopere en la redención, y que merezca por sus obras la gracia gratuita de Dios, la Iglesia pide que el fiel que desee obtener una indulgencia realice una obra. Así, por la indulgencia “la Iglesia no quiere solamente acudir en ayuda de este cristiano, sino también impulsarlo a hacer obras de piedad, penitencia y caridad.” (CIC, n° 1478). Por la indulgencia comprendemos que “sólo con nuestras fuerzas no podremos reparar el mal realizado y que los pecados de cada uno dañan a toda la comunidad.” (Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis §21).
 
3. Las indulgencias
Contrariamente a lo que se piensa, la Iglesia otorga muchas indulgencias y habitualmente. El Manual de las indulgencias registra de manera corriente más de treinta y siete: puede ser, por ejemplo, el hecho de recibir la bendición Urbi et Orbi del Papa, la renovación de las promesas del bautismo el día de la vigilia pascual o visitar una basílica mayor de Roma recitando un Credo o un Padrenuestro. Pero también se otorga una indulgencia plenaria a aquel que visita al Santísimo Sacramento durante media hora, lee los Evangelios con atención durante media hora, recita piadosamente el rosario con varias personas más, etc. La indulgencia no es algo excepcional sino habitual.
 
Estas indulgencias pueden parecer “fáciles” con respecto a la gravedad de los pecados cometidos. Pero esta desproporción ya se encuentra en la penitencia que se da después de la confesión ya que a veces el pecado puede ser objetivamente grave. Frente a la misericordia de Dios, lo que está en juego no está en la dificultad sino en el hecho de realizar libremente un acto por el que marcamos nuestro desapego del pecado y nuestra voluntad de estar con Dios.

 La Iglesia otorga dos tipos de indulgencias: las indulgencias plenarias que suprimen la totalidad de la pena debida al pecado y las indulgencias parciales que suprimen una parte de esa pena. El “número de días” que solía asociarse con las indulgencias era una referencia al período de penitencia que uno podría realizar durante la vida terrena. El número de días asociado con las indulgencias nunca significó realmente que esa cantidad de "tiempo" fuera descontada de la estancia que le correspondiera a alguien en el purgatorio.
 
4. ¿En qué condiciones se puede recibir la indulgencia?
Para obtener la indulgencia hay que estar en estado de gracia y desprenderse completamente del pecado, incluso venial. Hay que recibir el sacramento de la Reconciliación, recibir la comunión, rezar por las intenciones del Papa y pasar por la puerta de la Misericordia. La oración por las intenciones del Papa se deja a la opción de cada fiel, pero se sugiere que sea un Padrenuestro y un Avemaría.
Está bien, aunque no sea necesario, que estos ritos se realicen el mismo día; pero también pueden cumplirse en varios días.
Además, los fieles tienen que realizar las siguientes obras,
Obras de piedad: por ejemplo, una peregrinación a algún santuario, o un acto de piedad (viacrucis, rosario, adoración eucarística, etc.).
Obras de misericordia: por ejemplo, visitar a los hermanos necesitados o con dificultades (enfermos, presos, personas mayores solas, personas discapacitadas, etc.), haciendo como una peregrinación a Cristo presente en ellos, o también ayudando con una contribución significativa a obras de carácter religioso o social (para la infancia abandonada, para la juventud con dificultades, para personas mayores indigentes, para extranjeros).
Obras de penitencia: por ejemplo, por lo menos durante un día entero, abstenerse de consumir cosas superfluas (tabaco, bebidas alcohólicas, etc.), o ayunar y asignar una cantidad conveniente a los pobres.
5. ¿Quién puede obtener la indulgencia?
Se puede obtener una indulgencia para sí mismo o aplicarla por las almas de los difuntos, pero no por una persona que aún vive; es ella misma quien debe realizar los actos para liberarse del pecado. Ni Dios ni nadie más pueden sustituir su propia libertad. Realizar algo para obtener una indulgencia no es un cálculo sino un acto de confianza en la Misericordia de Dios.
En el sacramento de la Reconciliación Dios perdona los pecados, que quedan realmente borrados; pero queda la huella negativa de los pecados en nuestro comportamiento y en nuestros pensamientos. La misericordia de Dios es, sin embargo, más fuerte que esto.
Se convierte en indulgencia del Padre, que mediante la Esposa de Cristo, alcanza al pecador perdonado y lo libra de todas las consecuencias del pecado, habilitándolo para obrar con caridad y crecer en el amor en vez de recaer en el pecado.
Papa Francisco, Misericordiae Vultus nº 22




LA PUERTA DE LA MISERICORDIA DEL SANTUARIO DE LOURDES
El comienzo del Año jubilar está siempre marcado solemnemente por la apertura de la Puerta Santa, por el Papa, en la Basílica de San Pedro en el Vaticano. Pero en este Jubileo de la Misericordia, el Papa Francisco ha deseado igualmente que haya en cada diócesis una Puerta de la Misericordia, de tal manera que, en todo el mundo, todos puedan vivir ese paso jubilar. En Lourdes, esta Puerta se encuentra a la entrada del Santuario, en la puerta de San Miguel.

Historia
La tradición de una puerta santa con ocasión de un jubileo se remonta al siglo XV: según la descripción realizada en 1450 por un tal Giovanni Rucellai de Viterbo, fue el Papa Martín V quien, en 1423, abrió por primera vez en la historia la Puerta Santa de la Basílica de San Juan de Letrán. Sus sucesores, en particular el Papa Alejandro VI en 1499, mantuvieron esta tradición y la extendieron a las cuatro basílicas mayores, es decir, además de San Juan de Letrán, las basílicas de San Pedro en el Vaticano, Santa María la Mayor y San Pablo Extramuros.
Antes del jubileo del año 2000, era costumbre que el soberano pontífice abriera la Puerta Santa de la basílica de San Pedro, después delegaba ese poder a un cardenal para la apertura de las puertas en las otras tres basílicas. El Papa Juan Pablo II rompió con esa tradición procediendo él mismo a la apertura y el cierre de cada una de esas puertas. La de la basílica de San Pedro siempre ha sido la primera que se abre y la última que se cierra.
Simbolismo
En 1975, el ritual de la apertura y cierre de la Puerta Santa fue cambiado para poner de relieve el símbolo de la puerta. En cierto modo, hasta 1975, el rito ponía el acento en el muro que impedía el acceso a la Puerta Santa en tiempo normal. El rito de apertura consistía, pues, en derribar el muro, lo que subrayaba más intensamente el lado excepcional y jubilar. Así, el simbolismo vinculado al rito utilizaba herramientas de albañilería: el martillo para tirar la pared, la paleta para construir, los ladrillos con inscripciones y las marcas del pontificado, agua bendita para bendecir las piedras y los ladrillos, monedas con la efigie del Soberano Pontífice para permitir la datación de la construcción del muro de la Puerta Santa. La puerta en sí no estaba decorada y consistía tan solo en dos batientes de madera no trabajados.
En Navidad de 1975, el rito del cierre de la Puerta Santa fue modificado. El Papa no utilizó la paleta y los ladrillos para comenzar la reconstrucción, sino que cerró simplemente los batientes de una puerta de bronce. Aunque el muro que encerraba la puerta del exterior fue reconstruido en el interior de la basílica un poco después, el simbolismo evolucionaba para poner el acento, en adelante, en la puerta y no en la pared.
Una puerta, en la vida diaria, tiene varias funciones, todas adoptadas por el símbolo de la Puerta Santa: marca la separación entre el interior y el exterior, entre el pecado y el orden de la gracia (Mi 7,18-19);
permite entrar en un nuevo lugar, en la revelación de la Misericordia y no de la condenación (Mt 9,13);
asegura una protección, da la salvación (Jn 10,7).
Jesús dijo: “Yo soy la puerta” (Jn 10, 7). Efectivamente, tan solo hay una puerta que abre de par en par la entrada en la vida de comunión con Dios, y esta puerta es Jesús, camino único y absoluto de salvación. Solo se le puede aplicar a Él las palabras del salmista: “Ésta es la puerta del Señor: los justos entran por ella” (Sal. 117, 20).
La Puerta Santa recuerda la responsabilidad que tienen todos los creyentes de cruzar el umbral:
Es una decisión que supone la libertad de elegir y, al mismo tiempo, el valor de abandonar algo, de dejar algo tras de sí. (cf. Mt 13, 44-46)
Pasar por esa puerta significa profesar que Jesucristo es el Señor, afirmando nuestra fe en Él, para vivir la vida nueva que nos ha dado. Es lo que el Papa Juan Pablo II había anunciado al mundo el día mismo de su elección: “¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!”
El Misterio de la Cruz
croixAl principio del relato bíblico, Adán y Eva son expulsados por su culpa del jardín del Edén y el Señor Dios “puso al oriente del jardín del Edén ángeles armados de una espada de fuego, para custodiar el acceso al árbol de la vida” (Gn 3,24). Al contrario, al final del último libro bíblico se dice que, en adelante, en la Jerusalén celeste “sus puertas no se cerrarán durante el día y no existirá la noche en ella” (Ap. 21, 25). Entre esos dos momentos de la historia humana y del relato bíblico, entre el cierre de las puertas del paraíso terrenal y la apertura permanente de las puertas de la Nueva Jerusalén, se encuentra Jesucristo que viene a traer a los hombres la Redención. (Dives in Misericordia, §7)
Efectivamente, “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único” (Jn 3,16). Así, en vez de condenar al hombre, Dios viene hasta él de manera incansable. Había dicho, como lo atestigua el libro del Génesis, que “aquello era bueno” (Gn 1, 18-25). Dios no se niega a sí mismo: a pesar del pecado de los hombres, envía a su Hijo para “devolver a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado” (Gaudium et Spes 22,2), para que el mundo recupere su bondad.
Como lo dice san Juan Pablo II en su primera encíclica Redemptor Hominis, §9, en la Cruz es donde:
El Dios de la creación se revela como Dios de la redención, como Dios que “es fiel a sí mismo”(1 Ts 5, 24), fiel a su amor al hombre y al mundo, ya revelado el día de la creación. El suyo es amor que no retrocede ante nada de lo que exige su justicia. Y por esto al Hijo «a quien no conoció el pecado le hizo pecado por nosotros para que en Él fuéramos justicia de Dios»(2 Co 5, 21; cf Ga 3, 13). Si «trató como pecado» a Aquel que estaba absolutamente sin pecado alguno, lo hizo para revelar el amor que es siempre más grande que todo lo creado, el amor que es Él mismo, porque «Dios es amor» (1 Jn 4, 8.16). Y sobre todo el amor es más grande que el pecado, que la debilidad, que la «vanidad de la creación» (Rom 8, 20), más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a perdonar, siempre dispuesto a ir al encuentro con el hijo pródigo,(Lc 15, 11-32), siempre a la búsqueda de la «manifestación de los hijos de Dios»,(Rom 8, 19). que están llamados a la gloria (cf. Rom 8, 18). Esta revelación del amor es definida también como misericordia, (Cf. Santo Tomás, Summa Theol. III, q. 46, a. l ad 3), y tal revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre un rostro y un nombre: se llama Jesucristo.
Es pues por su muerte y resurrección como Jesús levanta al hombre del pecado. Manifiesta entonces “plenamente el hombre a sí mismo y le descubre su sublime vocación” (Gaudium et Spes 22,1). En efecto, por su muerte, Jesús no solo hace justicia del pecado, “sino que restituye al amor su fuerza creadora en el interior del hombre, gracias a la cual tiene acceso de nuevo a la plenitud de vida y santidad que viene de Dios. De este modo la redención comporta la revelación de la misericordia en su plenitud” (Dives in Misericordia, §7).
María
En este plan de salvación, María ocupa un sitio eminente: “Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la Ley, para redimir a los que estaban sometidos a la Ley y hacernos hijos adoptivos” (Ga 4, 4-5). Si ese plan divino ha sido completamente revelado y cumplido por la muerte y resurrección de Cristo (cf. Col 1, 12-14; Rm 3, 24; Gal 3, 13; 2 Co 5, 18-29), reserva y consagra el lugar único de María (Lumen Gentium, 63).
Desde la Anunciación es saludada como “llena de gracia” por el ángel (Lc 1, 28), es la elegida por Dios, es decir, que participa de la voluntad eterna de Dios para salvar al hombre por la participación en su propia vida (2 P 1, 4). Naturalmente, eso sobrepasa su naturaleza, y María se interroga: “¿Cómo puede ser eso? (Lc 1,34). Pero consiente en la gracia que se le hace y acepta recibir en sí misma la Misericordia de Dios (Lc 1, 38). También, un poco después, durante la Visitación, María proclama en el umbral de la casa de su prima Isabel las maravillas de Dios y
dice: “su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”.
María es, pues, aquella que, de una manera particular y excepcional – más que ninguna otra – experimentó la misericordia de Dios, y al mismo tiempo fue asociada a la revelación de la misericordia divina. (Redemptor hominis, §9)
No solamente María es “aquella que creyó que se cumplirá lo que le fue anunciado de parte del Señor (Lc 1, 45), sino que es aquella también que nos dice a propósito de Jesús “Haced lo que él os diga” (Jn 2, 5).
Al pie de la Cruz, mientras se cumple la obra de la Misericordia, cuando se hace explícito el papel eminente de María. El relato del evangelista Juan es particularmente conciso: “Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa” (Jn 19, 25-27). La que era la Madre del Salvador nos fue dada por Él, a la hora de su muerte, como madre nuestra. Las palabras que Jesús pronuncia desde la Cruz significan que la maternidad de la Madre de Dios encuentra en adelante una prolongación para nosotros (Redemptoris Mater, §9): en la Cruz, Cristo nos da a María como Madre de Misericordia.
Lourdes
Cuando el 11 de febrero de 1858 se dirige a Massabielle, a orillas del Gave, para recoger leña, Bernardita ve a una señora vestida de blanco. Su primer reflejo es querer hacer un gesto. Quiere hacer la señal de la Cruz: “Quería hacer la señal de la cruz”. Lo que es extraño es que no pudo hacerla: “No pude llevar la mano a la frente. La tenía caída.” Y Bernardita continúa diciendo: “La señora tomó el rosario que tenía en las manos e hizo la señal de la cruz. Entonces lo intenté yo por segunda vez y sí pude. En cuanto hice la señal de la cruz el gran sobrecogimiento que había experimentado desapareció”.
La primera cosa que María enseña a Bernardita es hacer la señal de la Cruz, a entrar en la Misericordia y Bernardita lo dice: con esa señal se me quitó el miedo.
Siendo ya religiosa, Bernardita fue interrogada por una de sus hermanas: “¿Qué hay que hacer para estar segura de ir al cielo?”. Bernardita contesta enseguida: “Hacer bien la señal de la cruz ya es mucho”. Unos instantes antes de morir, Bernardita reúne sus últimas fuerzas y hace su última señal de la cruz. Inmediatamente después expiró.
Así, en los días de las apariciones de la santísima Virgen, por la señas de la cruz Bernardita entra en “otro mundo” presente en esta tierra. Y, en su último día, entra también en la gloria de Dios, en la eternidad, por la señal de la cruz. La Cruz es, por tanto la Puerta que nos abre a la Vida.

Es significativo que, en la primera aparición a Bernardita, María comience su encuentro con la señal de la Cruz. Más que un simple signo, Bernardita recibe de María una iniciación a los misterios de la fe.
La señal de la Cruz es de alguna forma el compendio de nuestra fe, porque nos dice cuánto nos ha amado Dios; nos dice que, en el mundo, hay un amor más fuerte que la muerte, más fuerte que nuestras debilidades y pecados.
El poder del amor es más fuerte que el mal que nos amenaza.
Este misterio de la universalidad del amor de Dios por los hombres, es el que María reveló aquí, en Lourdes. Ella invita a todos los hombres de buena voluntad, a todos los que sufren en su corazón o en su cuerpo, a levantar los ojos hacia la Cruz de Jesús para encontrar en ella la fuente de la vida, la fuente de la salvación.
La Iglesia ha recibido la misión de mostrar a todos el rostro amoroso de Dios, manifestado en Jesucristo. ¿Sabremos comprender que en el Crucificado del Gólgota nuestra dignidad de hijos de Dios, empañada por el pecado, nos ha sido devuelta?
Volvamos nuestras miradas hacia Cristo. Él nos hará libres para amar como Él nos ama y para construir un mundo reconciliado. Porque, con esta Cruz, Jesús cargó el peso de todos los sufrimientos e injusticias de nuestra humanidad.
Él ha cargado las humillaciones y discriminaciones, las torturas sufridas en numerosas regiones del mundo por muchos hermanos y hermanas nuestros por amor a Cristo. Los encomendamos a María, Madre de Jesús y Madre nuestra, presente al pie de la Cruz.
Benedicto XVI,
Pasaje de la homilía del domingo 14 de septiembre de 2008
Foto de Rafael Gil Vicuña.
 
EN LOURDES, PUERTA DE LA MISERICORDIA: RITUAL Y LECCIONARIO
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1. Ritual a la Puerta de la Misericordia
La procesión, encabezada por la Cruz y los ceroferarios, se dirige hacia la Puerta de la Misericordia cantando el Iubilate Deo o el Te Deum laudamus.
Llegados a la Puerta, se proclama un texto bíblico tomado del leccionario. Después el obispo dice la oración del Jubileo:
Señor Jesucristo,
tú nos has enseñado a ser misericordiosos como el Padre del cielo, y nos has dicho que quien te ve, lo ve también a Él. Muéstranos tu rostro y seremos salvados.
Tu mirada llena de amor libró a Zaqueo y a Mateo de la esclavitud del dinero; a la mujer adúltera y a la Magdalena de buscar la felicidad solamente en las criaturas; hiciste llorar a Pedro tras haberte negado, y prometiste el Paraíso al ladrón arrepentido. Haz que cada uno de nosotros escuche la palabra que dijiste a la samaritana como dicha a nosotros: ¡Si conocieras el don de Dios!
Tú eres el rostro visible del Padre invisible, del Dios que manifiesta su omnipotencia sobre todo con el perdón y la misericordia: haz que la Iglesia sea en el mundo, tu rostro visible, el de su Señor resucitado y glorioso.
Tú has querido también que tus ministros estén revestidos de debilidad para que sientan una verdadera compasión por los que se encuentran en la ignorancia o en el error: haz que quien se acerque a uno de ellos se sienta esperado, amado y perdonado por Dios.
Espíritu y conságranos a todos con su unción para que el Jubileo de la Misericordia sea un año de gracia del Señor y tu Iglesia pueda anunciar con renovado entusiasmo, la Buena Nueva a los pobres, proclamar la libertad a los prisioneros y oprimidos y devolver la vista a los ciegos.
Te lo pedimos por intercesión de María, Madre de la Misericordia, a ti que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos.
AMEN
Después de un tiempo de silencio, el obispo dice:
V Esta es la puerta del Señor:
R los justos entrarán por ella! (Sal 117,20)
(silencio)
V Pero yo, por tu gran bondad, entraré en tu casa,
R y me postraré ante tu templo santo. (Sal 5, 8)
(silencio)
V Abridme las puertas del triunfo
R y entraré para dar gracias al Señor. (Sal 117,19)
(silencio)
El obispo permanece en el umbral de la puerta, en silencio algunos instantes, después, también en silencio, pasa por la puerta santiguándose, manifestación de la Misericordia de Dios para el hombre.
Después se entona el Gloria.
Se invita a cada uno a pasar por la puerta respetando el mismo rito: silencio, señal de la cruz, cántico de acción de gracias.

Inspirado del Ritual del Vaticano para la apertura de la Puerta Santa Jubileo del Año 2000.
 
2. Leccionario - Puerta del Año Santo
Lectura del Libro de Isaías (60,1-5.15-.18-22)
¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!
Mira: las tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti. Y caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora. Levanta la vista en torno, mira: todos ésos se han reunido, vienen a ti; tus hijos llegan de lejos, a tus hijas las traen en brazos. Entonces lo verás, radiante de alegría; tu corazón se asombrará, se ensanchará, cuando vuelquen sobre ti los tesoros del mar y te traigan las riquezas de los pueblos.
Antes estuviste abandonada, aborrecida y despoblada, pero yo haré de ti el orgullo de los siglos, la alegría de todas las generaciones. Ya no se oirá hablar de violencia en tu país ni de expoliación y desastre en tus fronteras; a tus murallas las llamarás «Salvación» y a tus puertas, «Alabanza». El sol ya no será tu luz durante el día, ni la claridad de la luna te alumbrará de noche: el Señor será para ti una luz eterna y tu Dios será tu esplendor. Tu sol no se pondrá nunca más y tu luna no desaparecerá, porque el Señor será para ti una luz eterna y se habrán cumplido los días de tu duelo. En tu pueblo, todos serán justos y poseerán la tierra para siempre: serán un retoño de mis plantaciones, obra de mis manos, para manifestar mi gloria. El más pequeño se convertirá en un millar, el menor, en una nación poderosa. Yo, el Señor, lo haré rápidamente, a su tiempo.

o bien
Lectura del libro de Isaías (61,1-2.10-11)
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor, el día del desquite de nuestro Dios, para consolar a los afligidos.
Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios; porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona, o novia que se adorna con sus joyas. Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos.
Salmo 121 (122)
Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la Casa del Señor!»
Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales Jerusalén.
Jerusalén, está fundada
como ciudad bien compacta
Allá suben las tribus,
las tribus del Señor.
Según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia,
en el palacio de David.
Desead la paz a Jerusalén:
“Vivan seguros los que te aman,
haya paz dentro de tus muros,
seguridad en tus palacios”.
Por mis hermanos y compañeros,
voy a decir: “La paz contigo.”
Por la casa del Señor, nuestro Dios,
te deseo todo bien.
o bien
Salmo 117
En el peligro grité al Señor,
y me escuchó, poniéndome a salvo.
El Señor está conmigo: no temo;
¿qué podrá hacerme el hombre?
Empujaban y empujaban para derribarme,
pero el Señor me ayudó;
el Señor es mi fuerza y mi energía,
él es mi salvación.
Abridme las puertas del triunfo,
y entraré para dar gracias al Señor.
Esta es la puerta del Señor:
los vencedores entrarán por ella.
Te doy gracias porque me escuchaste
y fuiste mi salvación.
Tú eres mi Dios, te doy gracias;
Dios mío, yo te ensalzo.
Dad gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia.

Evangelio de Jesucristo según San Lucas (4, 14-21)
En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor.»
Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.»
 


MISA: SANTA MARÍA, REINA Y MADRE DE MISERICORDIA

 Oración colecta...
Oh Dios, cuya misericordia no tiene límites,
concédenos, por intercesión de la Virgen María,
Madre de misericordia,
conocer tu bondad en la tierra,
para alcanzar tu gloria en el cielo.
Por nuestro Señor Jesucristo.
O bien :
Dios misericordioso,
escucha las plegarias de tus hijos,
que, inclinados por el peso de sus culpas,
se convierten a ti e invocan tu clemencia;
movido por ella enviaste a tu Hijo al mundo como Salvador
y nos diste a la Virgen santa María
como Reina de misericordia.
Por nuestro Señor Jesucristo.

Oración sobre las ofrendas
Recibe, Señor, los dones de tu pueblo,
y, al venerar a la Virgen María como Madre de misericordia,
concédenos ser misericordiosos con nuestros hermanos,
para poder alcanzar tu misericordia.
Por Jesucristo nuestro Señor,
Prefacio
(María, reina de piedad, madre de misericordia)
En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación,
darte gracias, Padre santo,
siempre y en todo lugar, y proclamar tu grandeza
esta memoria de la bienaventurada Virgen María.
Ella es la Reina clemente
que, habiendo experimentado tu misericordia
de un modo único y privilegiado,
acoge a todos los que en ella se refugian
y los escucha cuando la invocan.
Ella es la Madre de la misericordia,
atenta siempre a los ruegos de sus hijos,
para impetrar indulgencia
y obtenerles el perdón de los pecados.
y los escucha cuando la invocan.
Ella es la Madre de la misericordia,
atenta siempre a los ruegos de sus hijos,
para impetrar indulgencia
y obtenerles el perdón de los pecados.
Ella es la dispensadora del amor divino, la que ruega incesantemente
a tu Hijo por nosotros,
para que su gracia enriquezca nuestra pobreza
y su poder fortalezca nuestra debilidad.
Por él, los ángeles y los arcángeles
te adoran eternamente,
gozosos en tu presencia.
Permítenos unirnos a sus voces
cantando tu alabanza.
Santo, Santo, Santo…

Antífona de comunión (lc 1, 49-50)
Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso.
O bien
El Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo
y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.

Oración de poscomunión
Alimentados con esta eucaristía,
te pedimos, Señor,
proclamar continuamente tu misericordia
con la Bienaventurada Virgen María,
y experimentar la protección de aquella
a quien llamamos Reina clementísima para los pecadores
y Madre de misericordia con los pobres.
Por Jesucristo nuestro Señor.


Foto de Rafael Gil Vicuña.

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