sábado, 21 de noviembre de 2015

Tema Pastoral 2016 : "Misericordiosos como el Padre" (Lc. 6, 36)

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“Misericordiosos como el Padre” (Lc. 6, 36)
 
Misericordia: es la vía que une a Dios y al hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados sin tener en cuenta el límite de nuestro pecado”

“Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, serenidad y paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia  es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une a Dios y al hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados sin tener en cuenta el límite de nuestro pecado”. (Papa Francisco, “Misericordiae vultus” 2)

El Santo Padre nos invita con estas palabras a celebrar el Año Jubilar de la Misericordia que va a comenzar con la apertura de la Puerta Santa en Roma, en las catedrales y santuarios del mundo entero del 8 de diciembre de 2015 al 20 de noviembre de 2016.

El Santuario de Lourdes, por decisión de Mons. Brouwet, se hace eco de esta invitación del Papa Francisco y con una alegría inmensa ofrece sus reflexiones relacionadas con la misericordia para ayudar a todos los peregrinos a vivir este Año Jubilar acompañados por Nuestra Señora de Lourdes, Madre de Misericordia, y Bernardita, testigo de la misericordia de Dios.
   
I - ¿QUÉ ES LA MISERICORDIA?
   
En el lenguaje diario, la misericordia es un sentimiento que inspira una actitud y ciertos gestos. El  diccionario da la siguiente definición: “Virtud que hace al hombre compadecerse del dolor o infortunio ajenos”. En efecto, se trata de un corazón que se vuelve sensible a toda situación de miseria por la que pasa nuestro prójimo.
La compasión es una manera de expresar la misericordia, consiste en compartir  el estado de quien sufre, aunque no se pueda ponerse  completamente en el lugar de aquel que sufre. 
Pero la misericordia también se practica respecto al que no sufre, pero que hace sufrir a los demás. En ese caso, ya no se trata de un sentimiento, sino de un acto de nuestra voluntad que consiste en perdonar.
Así, cuando hablamos de misericordia hacemos referencia, al mismo tiempo, al sentimiento de compasión con respecto al que está sufriendo y al acto voluntario de perdonar y de borrar el mal que ha cometido.

DIOS es MISERICORDIA

Si Dios es Misericordia esto significa que la misericordia es un don.
   
Don del Padre porque nos entrega a su Unigénito. Porque “tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único... (Jn 3, 16). Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 17).

Don del Hijo, que se entrega a nosotros para revelarnos la misericordia del Padre: “Por eso me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: Este mandato he recibido de mi Padre» (Jn 10, 17).

Don del Espíritu Santo: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad  y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor" (Lc 4, 18-19).

“Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor de la Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha recibido del Padre ha sido la de revelar el misterio del amor divino en plenitud. «Dios es amor» (1 Jn 4, 8.16), afirma por primera y única vez en toda la Sagrada Escritura el evangelista Juan. Este amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor que se dona gratuitamente. Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En Él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión” (Papa Francisco, “Misericordiae vultus” 8).

LA IGLESIA, SACRAMENTO DE LA MISERICORDIA DE CRISTO

“La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia. La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del amor misericordioso y compasivo. La Iglesia «vive un deseo inagotable de brindar misericordia ». Tal vez por mucho tiempo nos hemos olvidado de mostrar y de andar por la vía de la misericordia. Por una parte, la tentación de procurar siempre y solamente justicia ha hecho olvidar que ella es el primer paso, necesario e indispensable; la Iglesia no obstante necesita ir más lejos para alcanzar una meta más alta y más significativa. Por otra parte, es triste constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez más. Incluso la palabra misma en algunos momentos parece evaporarse. Sin el testimonio del perdón, sin embargo, queda solo una vida infecunda y estéril, como si se viviese en un desierto desolado. Ha llegado de nuevo para la Iglesia el tiempo de encargarse del anuncio alegre del perdón. Es tiempo de retornar a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y dificultades de nuestros hermanos. El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza.” (Papa Francisco, “Misericordiae vultus” 10).
  
“El lenguaje y los gestos de la Iglesia deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre. Donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre.  Dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia.” (Papa Francisco, “Misericordiae vultus” 12).

LA MISERICORDIA CREA LA FRATERNIDAD: “LAS OBRAS DE MISERICORDIA”

“Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Redescubramos las obras de misericordia corporales:

Dar de comer al hambriento.
Dar de beber al sediento.
Vestir al desnudo.
Acoger al forastero.
Asistir a los enfermos.
Visitar a los presos.
Enterrar a los muertos.

Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales:

Dar consejo al que lo necesita.
Enseñar al que no sabe.
Corregir al que yerra.
Consolar al triste.
Perdonar las ofensas.
Soportar con paciencia a las personas molestas.
Rogar a  Dios por los vivos y por los difuntos.”

(Papa Francisco, “Misericordiae vultus” 15).


En el Evangelio, la Bienaventuranza de la Misericordia: “Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt. 5, 7), nos enseña que:
- es solidaridad y compromiso de amor eficaz hacia los hermanos en la necesidad y en
   la miseria.
- es perdón y reconciliación de las ofensas recibidas y cometidas.

El Señor nos enseña que practicar la misericordia es un camino universal que crea lazos de fraternidad entre los hombres. Es el mensaje de la parábola del Buen Samaritano (Lc. 10, 29-37). Al final de la Parábola, Jesús pregunta: “¿Cuál de estos tres te parece  que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?”
Esto quiere decir que no todos se comportaron como hermanos del herido. Podrían haberlo sido, pero de hecho el único fue “el que practicó la misericordia con él”. Para Jesús, ser hermano no es algo “automático”, como un derecho adquirido. No somos hermanos mientras no nos hayamos portado como tales y, estamos invitados a serlo practicando la misericordia.
El Evangelio nos enseña que, de hecho, no somos hermanos. La experiencia del odio, la división, la injusticia y la violencia nos enseña todos los días que es lo contrario. No somos hermanos, pero estamos invitados a serlo. En efecto, Jesús nos invita y da la fuerza para “convertirnos en hermanos”. Pero eso depende de una opción concreta que nos debemos y que compromete nuestra libertad, la de ser caritativos y misericordiosos.
El samaritano se ha convertido en el hermano del herido. No por su religión, por su raza, su nacionalidad o ideología, sino simplemente por la práctica de una acción de misericordia.
Así, mi prójimo no es el que comparte mi religión, mi patria, mi familia o mis ideas. Mi prójimo es aquel con quien comparto mi vida porque nos necesitamos unos a otros.
Para acercarse al hombre herido, el buen samaritano ha tenido que hacer un esfuerzo para salir de sí mismo, de su raza, de su religión y de sus prejuicios. “... porque los judíos no se tratan con los samaritanos.” (Jn. 4, 9). Ha tenido que dejar de lado su mundo y sus intereses personales. Ha abandonado sus proyectos, ha dado su tiempo y su dinero. En lo que se refiere a los demás personajes de la parábola, el sacerdote y el levita, no quisieron abandonar sus proyectos considerándolos más importantes que la invitación a ser hermanos del herido.
Ser hermano de alguien supone salir de “nuestro mundo” para entrar en el “mundo del otro”. Compartir su cultura, su mentalidad, sus necesidades y su pobreza.
Hacerse hermano de otro es como un éxodo, una reconciliación. Las “obras de misericordia” son la ocasión que se nos brinda durante la peregrinación de nuestra vida, para ser “misericordiosos como el Padre”, es decir, justos y caritativos para estar en comunión los unos con los otros.

LA MISERICORDIA QUE VA MÁS LEJOS QUE LA JUSTICIA: EL PERDÓN   

La misericordia como perdón de las ofensas es la otra cara del amor fraterno. Si la misericordia como compromiso construye la fraternidad, el perdón mutuo reconstruye y consolida la fraternidad. Evita que la división y el rencor que producen las ofensas paralicen a la comunidad.
¿Qué es la reconciliación cristiana? La reconciliación es la vuelta a la amistad o a la fraternidad entre personas, familias, grupos sociales o países, llamados a ser hermanos que han roto esa fraternidad o esta amistad. La reconciliación es más grande que la “conciliación” (que es un acuerdo, más o menos provisional entre las partes): es la restauración de la fraternidad destruida. Por eso la reconciliación adquiere la forma de un “regreso”, de una reconstrucción, de un reencuentro: “Me pondré en camino a donde está mi padre...” (Lc. 15, 18). “... Se puso en camino a donde estaba su padre...”, en esta parábola, el hijo pródigo trata de volver a la casa del padre.
La celebración del sacramento de la reconciliación es el lugar donde la conversión a Dios y la reconciliación con Él y con los demás se convierte un acontecimiento real en nuestras vidas. Ahí, real y sacramentalmente nos arrepentimos de las faltas cometidas y recibimos la presencia de Dios, que nos espera para recibir nuestra conversión y nos da su gracia de amor y misericordia.
En la celebración de este sacramento, el encuentro vivificante con Cristo toma la forma del perdón y de la misericordia. Es verdad que estamos invitados a arrepentirnos y pedir perdón, fuera del sacramento de la reconciliación. Pero esos arrepentimientos son como una preparación para el gran encuentro sacramental con Aquel que es la fuente de toda misericordia: Jesucristo. Al mismo tiempo, nuestro arrepentimiento y nuestra conversión son confirmados por la gracia del sacramento y adquieren así una dimensión eclesial, es decir, para el bien de todo el Cuerpo de Cristo,  de toda la Iglesia.
En conclusión, nuestra auténtica participación en el sacramento de la reconciliación nos introduce en una auténtica experiencia del Espíritu Santo, que nos identifica con la muerte de Cristo, lo que significa morir a nuestros propios pecados, a sus raíces, a las tendencias profundas del mal que está en nosotros y que tan sólo el Espíritu puede arrancar.
La celebración de este sacramento es un comenzar de nuevo perpetuo, un fortalecimiento de nuestro espíritu para ir más allá de nuestras debilidades y tentaciones. Es una experiencia que nos hace encontrarnos con el rostro misericordioso de Cristo. 
 
II – LOURDES, LA PEREGRINACIÓN DE LA MISERICORDIA
 

LA PUERTA DE LA MISERICORDIA

“La peregrinación es un signo peculiar en el Año Santo, porque es imagen del camino que cada persona realiza en su existencia. La vida es una peregrinación y el ser humano es viator (caminante), un peregrino que recorre su camino hasta alcanzar la meta anhelada. También para llegar la Puerta Santa en Roma y en cualquier otro lugar, cada uno deberá realizar, según con sus propias fuerzas, una peregrinación. Esto será un signo del hecho de que también la misericordia es una meta por alcanzar y que requiere compromiso y sacrificio. La peregrinación, entonces, sea estímulo para la conversión: atravesando la Puerta Santa nos dejaremos abrazar por la misericordia de Dios y nos comprometeremos a ser misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros” (Papa Francisco, “Misericordiae vultus” 14).

En este año jubilar, nuestra peregrinación, personal o comunitaria, ofrecerá la ocasión de pasar por la Puerta de la Misericordia, que estará situada en la entrada San Miguel. Esta puerta estará en comunicación directa con el Calvario Bretón y allí podremos contemplar a Jesús crucificado, muerto por nosotros y puerta de la misericordia. Al mismo tiempo contemplaremos a la Virgen María, madre del crucificado, al pie  de la Cruz.
“Junto a la cruz de Jesús, estaban su madre y la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María la Magdalena. Jesús, al ver a su Madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su Madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego, dijo al discípulo: Ahí tienes  a tu Madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa”. (Jn. 19, 25-27)
“Ahí tienes a tu hijo...”, estas palabras pronunciadas por Jesús no son una simple recomendación que hace a su madre; son una manera de poner en evidencia una nueva forma de ser engendrado en la maternidad de María.
 “El discípulo que Jesús tanto quería...” es el que Jesús ama con un amor predilecto, el amor que ocupa el primer lugar en la relación: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure.” (Jn. 15, 16). Se trata también de un amor que hace del otro un “discípulo”, un “amigo”, es el amor que “perfecciona” (hace perfecto): “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Jn. 15, 10). Y el fruto de ese amor es la alegría perfecta: “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud” (Jn. 15, 11).
La expresión “el discípulo que Jesús tanto amaba” no es tanto la indicación de un amor de predilección por un discípulo en particular, como una explicación que aspira a situar al discípulo como tal en la esfera del amor y la misericordia. La expresión tiene un valor simbólico y designa a todos los creyentes. Es el creyente el que es confiado a María y el que la recibe como Madre. Es el peregrino el que es confiado a María.
En este sentido es como hay que entender: “Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa” (Jn. 19, 27). Ese “su casa” no indica solamente la casa, sino también los bienes propios que le pertenecen como discípulo: el vínculo de fe que le une a Cristo y que se expresa en la práctica del mandamiento de amor. En este espacio espiritual es donde el discípulo recibe a María como madre. Es en ese espacio espiritual es donde Bernardita  y los peregrinos de todos los tiempos acogen la presencia de María como madre.
María, madre de misericordia, está siempre presente en la vida del creyente al servicio de la alianza entre su Hijo y sus discípulos. Y esta alianza tiene un nombre: la misericordia.
El 11 de febrero de 1858, Bernardita recibe la gracia de “hacer bien la señal de la cruz”: “Quise hacer la señal de la cruz, pero fui incapaz de llevar la mano a la frente, hasta que la Señora hizo la señal de la cruz, y entonces yo también pude
hacerla”.
Para “hacer bien la señal de la cruz” le bastó con mirar a la Señora y hacerla como ella la hizo. Numerosos testigos nos dicen que con ese gesto sencillo, hacer bien la señal de la cruz, parecía que ella entraba en una realidad diferente. Esa otra realidad es la que el Señor nos propone en el Evangelio: pasar del pecado a la gracia, del egoísmo al compartir, de la división a la comunión, del aislamiento al encuentro, de la tristeza a la alegría, del odio al perdón, etc.
Pasando por la puerta de la Misericordia estamos invitados, con María y Bernardita, a hacer la señal de la cruz para mostrar de esa manera nuestra decisión de entrar en la realidad de la gracia de la misericordia para nosotros y para todos con quienes nos encontramos.

LA GRUTA

La Gruta de Lourdes es el lugar donde Bernardita Soubirous vio por 18 veces, a la Virgen María, Madre de Dios, entre el 11 de febrero y el 16 de julio de 1858,.
Este encuentro entre estas dos personas tuvo lugar en vistas de un tercer encuentro, el de Cristo. De hecho, durante todas las apariciones, la Virgen se presenta siempre como la que se pone al servicio de Bernardita para hacerle descubrir poco a poco por medio de una catequesis y una pedagogía extraordinaria, en presencia de la fuente al fondo de la gruta. La fuente que Bernardita descubrió durante la novena aparición es el símbolo de todo el mensaje que María confía a Bernardita. Esta fuente simboliza la persona misma de Cristo. Cuando la Señora dice a Bernardita: “Vaya a beber y a lavarse en la fuente” es una invitación que le hace para que entre en el misterio de la vida de su Hijo. No basta con descubrir la fuente (Cristo), hay que beber y lavarse en ella. Eso quiere decir alimentarse con la Palabra de Dios y dejarse transformar por su presencia sacramental en la Reconciliación y la Eucaristía.
La Gruta es también el lugar del silencio y de la oración necesaria para dialogar con el Señor.
La Gruta es también el lugar de un comienzo, de un arranque, de una partida, de una novedad, la Gruta es un lugar de encuentro, donde el hombre y la mujer se descubren bellos a los ojos de Dios, amables a los ojos de los demás.
En la Gruta de Lourdes nacen amores y amistades para toda una vida y son muchos los que oyen la llamada y reciben la gracia de consagrar su existencia al Señor y a sus hermanos.
Delante de la Gruta descubrimos la presencia maternal de María y tenemos la experiencia de ese rostro maternal de la Iglesia, por lo que la Gruta es un lugar de acogida, de escucha, de comprensión, de apertura al otro, lugar de preferir al otro a sí mismo, expresado por el don y el servicio a los demás.
La Gruta es el reflejo de la humanidad nueva, de una nueva creación.
La Gruta es la belleza de la Inmaculada Concepción, el maravilloso encuentro entre la Santísima Virgen y Bernardita, y la gracia que se sigue de todo eso, ha marcado para siempre estos lugares.
La Gruta es un lugar que acoge nuestra humanidad tal y como es, con sus alegrías y sus penas, sus heridas, sus frustraciones, sus fracasos y sus triunfos. Y al mismo tiempo, es un lugar donde tenemos la experiencia de la irrupción de Dios en la persona de María. Como dice el Apóstol san Pablo “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm. 5, 20).
La Gruta es por eso el lugar de todas las misericordias.

LAS PISCINAS Y LAS FUENTES

En la Gruta de Lourdes, María introdujo a Bernardita en el Evangelio. La catequesis de María llega a Bernardita en lo que ella es: su condición humana marcada por el pecado. Al mismo tiempo, la toca en su realidad, su pobreza, su ignorancia,  su enfermedad, su indigencia.
Durante las apariciones penitenciales (de la 8a a la 11a), por petición de la Señora, Bernardita realizó tres gestos: andar de rodillas y besar el suelo de la Gruta, comer algunas hierbas y embadurnarse la cara con el fango de la Gruta.
Estos gestos son bíblicos, eminentemente penitenciales que nos remiten a los momentos importantes de la Pasión del Hijo de Dios.
Andar de rodillas y besar el suelo de la Gruta: es el gesto de la humillación del Hijo de Dios, es el gesto de la Encarnación. “Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp. 2, 5-8).
Comer algunas hierbas que crecían en el interior de la Gruta. Las hierbas amargas del libro del Éxodo nos hablan del cordero inmolado con el que los hebreos piden los favores de Dios: “El diez de este mes, cada uno procurará un animal para su familia, uno para cada familia. A la hora del crepúsculo, lo inmolará toda la asamblea de la comunidad de Israel. Después tomarán un poco de su sangre, y marcarán con ella los dos postes y el dintel de la puerta de las casas donde lo coman.
Y esa misma noche comerán la carne asada al fuego, con panes sin levadura y hierbas amargas” (Ex. 12, 1). Las hierbas amargas en la Biblia significan el pecado, lo que hace mal al hombre. Y he aquí a Bernardita, a imagen del cordero de Dios, que come esas hierbas significándonos que el hombre ha sido liberado del pecado por el sacrificio del cordero de Dios, Jesucristo.
El fango que desfigura el rostro de Bernardita es la imagen del “siervo paciente de Dios”, del que nos habla el profeta Isaías (Is. 52,14).
Estos gestos realizados por Bernardita, respondiendo a la  petición repetida  de la Señora, tienen como finalidad hacernos descubrir otra realidad. Andar de rodillas y besar el suelo son gestos de humillación y son también gestos de ternura hacia el suelo de la Gruta. Los otros dos, comer hierbas y tomar barro, expresan el deseo de limpiar ese suelo. Hay que pasar por esa purificación para que pueda aparecer lo que está oculto y que es el verdadero tesoro: la fuente. Hay que amar al hombre, hijo de Dios, que es pecador, para librarlo del pecado, para que pueda descubrir en su corazón la fuente de amor y de caridad, ya que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios: “Vaya a beber y a lavarse en la fuente”, dijo María a Bernardita el 25 de febrero durante la novena aparición.
En la contemplación del Hijo del Hombre desfigurado, coronado de espinas, ensangrentado, contemplamos lo trágico de la historia de los hombres. Pero simultáneamente, en el Hijo del Hombre se manifiesta el amor de Dios hacia la humanidad: “Uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y al punto salió sangre y agua” (Jn. 19, 34).
Haciendo el gesto de beber y lavarnos expresamos la necesidad de esta purificación de nuestros sentimientos y palabras para que podamos comunicarnos con nuestros hermanos, no a un nivel superficial, sino al nivel de la fuente de la caridad que dormita en nosotros. Igual que en la Samaritana, nuestra conversión es posible según las palabras de Cristo: “El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la Vida eterna” (Jn. 4, 14).
Pasando por las piscinas y haciendo el gesto del agua, los peregrinos quieren significar el deseo de ser purificados por la gracia de Dios y, al mismo tiempo, expresar el deseo de hacer brotar de lo más profundo de su corazón la caridad, que ya está en él, para comunicarla a los demás. En conclusión, estamos invitados a darnos de beber unos a otros, lo que quiere decir dar al otro lo mejor de nosotros mismos. Tengo sed de la misericordia de mi hermano y mi hermano tiene sed de la misericordia de mi corazón. El esposo debe poder beber y lavarse en el corazón misericordioso de su esposa y viceversa. La familia está llamada a comunicarse en lo más profundo de la misericordia.

LA CAPILLA DE LA RECONCILIACIÓN

El 11 de febrero de 1858, Bernardita, afectada ya por el asma, la desnutrición  y el hambre va junto a una gruta húmeda y oscura buscando, leña y huesos. Y en ese momento, después de haber escuchado como “una ráfaga de viento”, vuelve su mirada hacia la Gruta y ve a una Señora vestida de blanco y rodeada de un halo de luz que se refleja en su cara, convirtiéndose así en el signo de la luz.
María refleja la luz de Aquel que es la luz, Cristo.
Y si Bernardita refleja esa luz en su cara es porque su corazón está iluminado por esa luz. Al mismo tiempo, esa luz le muestra las tinieblas de su corazón. Por eso la muchacha, el sábado siguiente, va a buscar al P. Pomian para confiarle la extraordinaria experiencia que acaba de vivir y confesarse por la primera vez en su vida. Encuentro con el sacerdote muy significativo porque nos sugiere que esa misma luz que ve en la Gruta se encuentra en el sacramento de la reconciliación y de la eucaristía, en la vida sacramental y en la vida dentro de la Iglesia. “Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura con la claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia.” (Con. Vat. II Lumen Gentium, n°1)
En frente del Centro de Acogida de enfermos Notre-Dame, lugar de encuentro de las personas enfermas y de los hospitalarios, al otro lado del río Gave, se encuentra la Capilla de la Reconciliación. Está en el antiguo emplazamiento del Asilo Notre-Dame. Es un bello símbolo: Dios quiere la curación total del hombre. Enfermedad y pecado tienen que ser bien diferenciados. Jesús es muy claro en este punto. Pero el ser humano sufre por estar dividido. Aspira a la reconciliación: consigo mismo, con los demás, con el mundo que le rodea y también con Dios, su Creador y su Salvador.
La capilla de la reconciliación es la más bella de todas las capillas del Santuario, no por su belleza material sino por la belleza de lo que se vive en el interior de ese edificio. Un penitente, animado por su deseo de conversión por el perdón pedido y recibido, y al mismo tiempo el sacerdote, ministro de la misericordia, vuelven a decir de manera concreta el “Sí” de la alianza de misericordia que Dios hace con toda la humanidad.

LOS CENTROS DE ACOGIDA DE ENFERMOS: NOTRE-DAME,  SAINT FRAI Y SALUS INFIRMORUM  

“Los Centros de Acogida de enfermos no serían más que estructuras colectivas parecidas a tantas otras, si no estuvieran las Hospitalidades, esas decenas de miles de voluntarios que, cada año, dedican su tiempo y gastan su dinero para acompañar o acoger en Lourdes a las personas enfermas o discapacitadas.
Lourdes es un lugar donde muchas personas pueden vivir la parábola del Buen Samaritano. El Samaritano se detuvo, cuando quizás tenía prisa. No retrocedió frente a las heridas del hombre medio muerto. También los Hospitalarios, detienen la marcha de sus ocupaciones o de su ocio y aceptan mirar a aquellos que nuestra forma actual de vivir relega a menudo a lugares aparte.
El Samaritano se alegra de encontrar un albergue al que puede llevar con toda seguridad al herido al borde del camino. Se lo confía a otro, sin desentenderse de él ya que volverá y pagará el resto. Es un buen ejemplo para los hospitalarios: el enfermo no les pertenece.
Esto no sería Lourdes si hubiéramos construido hermosos Centros para enfermos, con un personal cualificado, pero sin la gratuidad de la presencia de los voluntarios. Sería una lástima para las personas acogidas, pero otro tanto para los voluntarios, ya que servir es un camino de descubrimientos, un camino de fe en el Servidor. Es estupendo que haya tantos jóvenes que quieran desempeñar ese servicio”. (Monseñor Jacques Perrier “El Evangelio de Lourdes”).
P. Horacio Brito m.i.c, Misionero de la Inmculada Concepción de Lourdes, Capellán
Oración del Jubileo
Señor Jesucristo,
tú nos has enseñado a ser misericordiosos como el Padre del cielo,
y nos has dicho que quien te ve, lo ve también a Él.
Muéstranos tu rostro y obtendremos la salvación.
Tu mirada llena de amor liberó a Zaqueo y a Mateo de la esclavitud del dinero; a la adúltera y a la Magdalena de buscar la felicidad
solamente en una criatura;
hizo llorar a Pedro luego de la traición,
y aseguró el Paraíso al ladrón arrepentido.
Haz que cada uno de nosotros escuche como propia la palabra que dijiste a la samaritana: ¡Si conocieras el don de Dios!
Tú eres el rostro visible del Padre invisible, del Dios que manifiesta su omnipotencia sobre todo con el perdón y la misericordia:
haz que, en el mundo, la Iglesia sea el rostro visible de Ti,
su Señor, resucitado y glorioso.
Tú has querido que también tus ministros fueran revestidos de debilidad para que sientan sincera compasión por los que se encuentran en la ignorancia o en el error: haz que quien se acerque a uno de ellos se sienta esperado, amado y perdonado por Dios.
Manda tu Espíritu y conságranos a todos con su unción,
para que el Jubileo de la Misericordia sea un año de gracia del Señor
y tu Iglesia pueda, con renovado entusiasmo, llevar la Buena Nueva
a los pobres, proclamar la libertad a los prisioneros y oprimidos
y restituir la vista a los ciegos.
Te lo pedimos por intercesión de María, Madre de la Misericordia,
a ti que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos.
Amén.

Papa FRANCISCO
Tema Pastoral LOURDES 2016

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